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noviembre 26, 2007

Tufillo delator


Sábado, 6 Y 42 de la mañana. Fin de semana en casa, sin resaca y recuperando toda la energía desgastada los días previos. De pronto, el celular empieza a sonar. Medio dormida contesto y pienso vagamente ‘puede ser una emergencia’ y en efecto, parecer serlo, pero una emergencia hormonal.

C –así llamaremos al horny boy- estaba saliendo de un bar, luego de haber ingerido cantidades industriales de alcohol, aunque se empecinó a negar lo ebrio que se encontraba. Me dijo que quería verme, que in su facto, se aparecería en mi casa y que le importaba un rábano si el guachi o mi viejo en pijama lo sacaban a puntillazos. Quería verme, quería hacerme cositas, quería decirme que si yo quería él podía ser más ‘que un amigo’. Plop. En ese momento, hundí mi cara en la almohada y alejé el celu de mi oreja, pero el seguía ahí, susurrándome al oído lo interesado que estaba en mí.

En efecto, C – en mis épocas universitarias- había sido más que un amigo. Alguna vez me confesó que le gustaba pero nunca nos escribíamos, nunca lo encontraba en el msn, nunca hubo una señal extra. Terminada la u, cada quien anduvo por su lado, pero no perdimos contacto.

Ese sábado, en el que se despachó cerca de 10 minutos entre frases calentonas y reclamos innecesarios, pensé en C durante todo el día. ¿Recordará este episodio en las próximas 48 horas? ¿Culpará al alcohol por haberlo vendido tan evidentemente? Y recordé sonriendo también las veces en que sumergida en litros de alcohol, marqué un número, colgué o mandé algún mensajillo delator.

Recordé también la vez en que una amiga, luego de tres ‘seco y volteado’ cogió el celular y llamó al ex para decir que aún lo amaba y que le importaba un pito ser la otra. Replop. Y aquella en la que un amigo de cole, antes de perder la conciencia, colocó el celular cerca del parlante para dedicarle una canción a su disque mejor amiga. Dios, eran las 4 de la mañana!!!. Finalmente, recordé con la cara medio desencajada, la vez en que cogí el celular y envié un ‘solo quiero decirte que te amo’.

No supe más de C. No me ha vuelto a llamar y difícilmente creo que lo haga. Pero definitivamente no podrá negar que el alcohol lo vendió como alguna vez lo hizo conmigo, con mi amiga, con mi amigo y contigo quizá. Fueron lapsus en los que nos dejamos llevar por lo que verdaderamente sentíamos, nos despojamos de las caretas y nos vendimos sin el menor reparo.

Pasados los efectos del liquido detonante, con la cabeza a punto de estallar, con la botella de agua en mano y con la ‘firme’ promesa de no pegarte una bomba nunca más, sólo resta reírte y esperar no encontrarte con esa persona en los próximos días. A cruzar los dedos.

Punto de partida


Meses atrás –en pleno inicio de mi última relación amorosa -discutía con un amigo acerca de la mejor manera de cómo comenzarlas. Ambos coincidimos en que existían dos formas: el chispazo inicial o la transformación de una relación amical en amorosa. Embarcada en alguna oportunidad en ambos casos, expuse mi punto de vista.

Con toda la seguridad del mundo señalé que todos hemos pasado por ese intercambio de miradas y sonrisitas nerviosonas con ese completo desconocido que te trae babeando. Cuando éstas se vuelven rutina, lo siguiente es la primera conversa, el intercambio de celus, de mails, mensajitos de textos, llamaditas, salidas al cine, etc. etc., en otras palabras, el gileo previo a un posible inicio de relación. (Si te has salteado algún paso, dale curso no más, que uno es ninguno)

El otro camino, -proseguí- es darte cuenta que alguien muy cercano a ti –leáse un amigo u amiga- te ha echado el ojo o tú le has echado el ojo más de la cuenta. La primera reacción es NEGARLO TODO Y ANTE TODOS. Osea, la gente está hablando ‘wadas’. Son amigos y nada más. Sin embargo, no puedes negar que hay momentos agradables, intereses compartidos y sobre todo un afecto especial. Pero te tratas de autoconvencer machacándote la idea de que ello sucede porque son amigos.

Terminaba de exponer mi teoría cuando mi amigo, en actitud negativa, movía la cabeza señalando que la segunda opción le parecía totalmente inválida porque considera –al igual que la gran mayoría- que el chispazo inicial es básico para caer en los brazos de cupido. Y argumentó que lo segundo, lejos de arrastrarte en el torbellino del amor, lo único que provoca es confundir a las personas y dar por finalizadas grandes y sinceras amistades. Objeción su señoría. Tampoco, tampoco.

Le repliqué que lo del chispazo, puede o no darse. Quién cuernos te asegura que caminando por ahí harás clic o entrarás en sintonía con tu par. ¿Y si no pasa? ¿Tienes que chapar el último tren que pasa? No, gracias. Eso es imprevisible, por tanto, lo segundo –recalque en voz alta- me parece una opción más realista. Ahora tampoco es que tengas el clásico pacto con tu mejor amigo para que –llegada cierta edad- si se encuentran solos, se hagan el favor mutuamente y ya. Finalicé mi exposición argumentando que si bien es cierto que cuando te toca, te toca, tampoco podemos dejar escapar la oportunidad de hacer que nos toque.

Un silencio prolongado de mi amigo, me hizo pensar que algo en él había logrado trastocar. Craso error. Terminamos de beber nuestras cervezas, y con el último brindis tuve la certeza que ninguno de los dos daría su brazo a torcer. Cada quien estaba convencido de su rollo. Sin embargo, ahora -nueve meses después y tras mi más reciente experiencia seudo amorosa- recordar esta conversa me llevó a aceptar lo delicioso que resulta vivir ese gileo previo con aquel desconocido, ese descubrir pausado y frenético a la vez, tan impredecible que te hace pensar: que suceda lo que tenga que suceder y a la mierda lo demás.

Fue ayer y SI me acuerdo


Es inevitable no esbozar una sonrisa cuando pienso en L. Lo nuestro nunca fue una relación, nunca fuimos amigos y cuando finalizamos nuestra rutina de salidas, la nuestra fue la más cínica de las promesas: no vamos a perder el contacto. Sin embargo, varios años después de hacer ese juramento y de no cruzar palabra alguna, me lo crucé dos veces en este mes y estúpidamente el corazón se me aceleró.

Nos conocimos cuando yo recién entraba a la facultad. Sus dientes de conejo sonriente eran la invitación perfecta a iniciar una conversación sin habernos presentado antes. Ambos éramos –somos- coquetos por naturaleza por lo que nuestras conversas y salidas fluían a la perfección. Con él, no había que pensar mucho las cosas. No había que planificar nada. Y siempre lo recordaré porque, en el poco tiempo en que salimos, me dijo en mi cara limpia y pelada que de fría y práctica no tenía nada. Auch.

L es la segunda persona con la que salí que ahora detenta un anillo en el dedo. Es propiedad privada. Es harina de otro costal. Es pan besado por el diablo. Es una mujer para mí. En otras palabras, con él, la cosa ya no fluye. Sin embargo luego de cruzármelo en plena vía pública y por partida doble, me preguntaba, ¿qué cosa seré para él? ¿Cómo me calificará? ¿Cómo me recordará? Fácil y en un muy, pero muy lejano futuro, podremos hablar de ello y quizá ya no lo haremos comiendo la canchita húmeda y dura del Pollo Pier’s donde todo comenzó.

Encontrarse de casualidad con un ex, en todo el sentido de la palabra, es decir, ex novio, ex agarre, ex chape, ex tire, ex afán, etc. es una experiencia con ‘n’ calificativos. Puede causarte un lloriqueo jodido, una sonrisa cómplice, un amargón de los mil demonios, una mentada de madre, una explosión hormonal, etc. Encontrarme con L me causó un ligero retorcijón de panza, una sonrisa cómplice y una leve taquicardia. Todo felizmente, de momento.

Sin embargo, luego me puse a analizar cuáles serían mis probabilidades de tener este tipo de encuentros. Respuesta: ALTAS (en negritas y subrayado) puesto que la mayoría de los chicos con los cuales he salido son de mi entorno, es decir, comunicadores a excepción de un par de ingenieros y un abogado. Por tanto, será inevitable encontrármelos en actividades de interés común (Cines, exposiciones, teatros, conciertos, etc. etc.) o sea que más me vale que vaya ensayando un discurso similar, casi espontáneo, muy creíble y sanamente desenvuelto para evitar caer en risitas forzadas y monosílabos delatores.

Jamás he pensado en evitar una situación así, pues en mi caso, gracias a mi floro parlanchín y sinvergüencería innata sería ponerme más que en evidencia. Quizá tampoco me de pa’ tanto y un saludo cortés sea todo lo que pueda intercambiar. Todo depende de la persona, el tiempo, las circunstancias y claro está mi relación con esa persona. Pero retornando a L, digamos que la fiesta se llevó en paz, aunque nunca comprenderé que mi más sincera apreciación del tipo de relación que tuvimos fue la causa del final de la misma. Lección aprendida.

Grande XX!!

¿Cuál es esa extraña sustancia, célula, hormona u quizá bacteria que tenemos las mujeres que nos hace reaccionar como noviecita desesperada cada vez que empezamos a pasarla bien con algún chico? Explico e ilustro esta interrogante con una cercana situación.

Hace unos meses, una de mis mejores amigas empezó a salir con un apuesto caballero. Promisorio futuro, buen trabajo, buena presencia, agradable conversa y -siendo bastante benevolente-, buen sexo. El pacto inicial por parte de ambos era pasarla bien, en buen cristiano, relación sin compromiso, tire sin amor, relación abierta. Todos felices, todos contentos.

Los meses transcurrieron y las llamadas telefónicas, chats, mensajitos de textos, mails y toda forma de comunicación se hizo más frecuente. Sin embargo, ninguno de los dos hablaba de transformar la relación en algo más formal. Pero por la manera cómo hablaba mi amiga del susodicho, por el brillo de sus ojos, por los movimientos nerviosos de sus manos y los ataques de histeria que tenía cuando se frustraban los planes de verlo podía presagiar que alguien estaba lanzándose a la piscina sin siquiera una gotita de agua.

Sin embargo, en palabras textuales de mi amiga, ‘todo esta bien, el pacto era pasarla bien y no debía involucrar sentimientos’. Primera señal de que todo se cagó: reiterar cada segundo la mulatilla ‘Estoy tranquila, todo está bien’. Cuando en tu cabeza esta fuckin frase se repite una y otra vez y esbozas una sonrisita medio cojudona para complementarla es que ya estás frita, estás saltándote el cintillo amarillo de PELIGRO, NO PASAR.

Ante este escenario sólo te restan dos opciones: tragarte enterito el sapo o simplemente dejar de verlo por salud mental, hormonal pero sobre todo sentimental. La primera opción no es apta para principiantes, sensibilidades a flor de piel, fieles seguidoras de cupido o propensas a cortarse las venas hasta con una galletita de soda. Así que queda hablar claro y esperar que la contraparte se pronuncie para bien (formalicemos, amor) o para mal (necesito un tiempo para mí, estamos en contacto, yo te llamo y un largo etcétera).

Sin embargo, quienes consideren que por el momento la agradable y calentona compañía no sobrepasa los límites de lo físico, pues provecho, que la comelona continúe, pero oído a la música que ese cuento sólo necesita ser creído por una. No vale autoconvencerse de lo contrario. No obstante, puedo apostar que en más de una oportunidad la idea de avanzar un escalón más y pensar más de la cuenta en esa persona, terminará por traicionarnos y nos obligará a hacer de esta experiencia sólo un húmedo recuerdo.

Considero que tiene que ser algo genético lo que nos hace involucrarnos siempre más que la otra parte. Siempre he escuchado que los hombres son más pasionales, más animales (sin ofender) y tienen hasta dos cabezas para poder pensar en una mujer. Nosotras, en cambio, queremos y tratamos de convencernos que podemos actuar como ellos: menos compromiso y más acción. Gracias a los cromosomas que no somos así.